Ulises desembarcó junto a doce de sus hombres. Recorriendo el lugar descubrió una enorme cueva. Era la casa del cíclope Polifemo. Entraron a la caverna, donde había pequeños corderos y cabritos, vasijas con leche y queso. Pero Polifemo no estaba, se hallaba paciendo su manada.
Al atardecer, Polifemo llegó con una carga de leña enorme para preparar la cena y tapó la entrada con una piedra muy pesada. Cuando se percató de la presencia de los intrusos se enojó mucho y les dijo que jamás saldrían de allí, que se los comería uno a uno. Ulises temió por su vida y la de sus compañeros. Para ganarse la confianza del cíclope le dijo que le habían traído un obsequio: vino de Grecia. Polifemo lo bebió y pidió más. Mientras tanto, uno de los hombres de Ulises tocaba la flauta para alegrarlo. Con el cansancio del día, el vino y la música, Polifemo quedó profundamente dormido. Ulises meditaba cómo escapar de allí. Si mataban al gigante nadie podría mover la piedra de la entrada y quedarían atrapados en la cueva. Había que buscar otra opción. Al ver un enorme palo, pensó en quitarle con él la vista al cíclope mientras dormía.
Encendieron el extremo de un tronco y lo clavaron en el único ojo de Polifemo. El grito de dolor del cíclope retumbó en toda la caverna. Furioso, Polifemo se puso a buscar a tientas tratando de atrapar a alguno de los griegos que lo habían cegado. Polifemo quitó la piedra de la entrada para tentar a Ulises y a sus hombres a escapar. Luego se paró en medio del paso y con sus manos tanteaba todo a su alrededor, dejando salir sólo a los animales. Los griegos se cubrieron con unos cueros que el cíclope guardaba en la cueva y, mezclándose con los animales, lograron salir. Cuando estuvieron afuera, corrieron hacia la nave y se embarcaron en ella. Polifemo se dio cuenta de que habían escapado y los siguió hasta la costa. Les arrojó una piedra enorme que cayó muy cerca del navío haciendo una gran ola pero no pudo impedir que escaparan.
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